En el piso de
enfrente había luz. Unas personas alrededor de una mesa seguían el ritual de la
comida de navidad. Llegaba la noche y ellos permanecían sentados, solo habían
encendido la luz. Tenían sus vasos de vino tinto medio vacíos. Les podía ver
desde la habitación del hotel en la que se encontraba. Quedaba en la misma
altura que el piso de enfrente. En la cama detrás de ella, dormía un hombre. En
los papeles era todavía su marido, en realidad ya se había convertido en un
extraño. Los del piso de enfrente bebían y conversaban como en una escena de
teatro mudo. Alejandra, detrás del
cristal se quedaba en silencio mirándoles. Solo los ronquidos de su marido lo
interrumpían. Deseaba tener una copa de vino tinto para beber. Deseaba entrar
en el piso de enfrente con total naturalidad. Como si se conocieran de toda la
vida. Entrar con ganas, disculparse por el retraso, traer un poco de aire de
fuera, dejar que besen su mejilla helada, casi sin aliento, casi feliz de
encontrarse con ellos. En cambio, permanecía quieta, con dos cristales y una
calle separándole de los besos de sus familiares imaginarios. Los verdaderos estaban lejos. El único que
conocía en esta ciudad era el hombre que respiraba intensamente en la cama. Decidió salir. Cogió de su bolso
algo de dinero y la tarjeta llave de la habitación. Al mismo tiempo los más
jovenes del piso de enfrente se abrigaban también. En la recepción del hotel
apenas había movimiento. Un cliente extranjero ocupaba el ordenador que
disponía el hotel. La chica en el mostrador leía un libro con puro interés. Una
tarde navideña diferente para los que estaban presentes. Alejandra salió y dudó
por un momento por donde ir. Vió salir a la pareja de enfrente también. Ella algo más
joven que Alejandra con pelo liso y una expresión soñolienta. Él, con los mismos
colores grises en su ropa elegante, un poco más alto, parecía más su hermano
que otra cosa. Andaban los dos despacio como si no tuvieran nada que esperar en
la vida. Como si el vino les hubiera bebido toda la energía. Entraron en una
tienda de chinos, de estas que abren todos los días del año. Seguro que iban a
comprar más botellas de vino. Alejandra pasó por delante, les echo un vistazo y
giró a la derecha cambiando de dirección. Las luces en las calles junto con el
frío húmedo de esta ciudad-puerto le hacían querer envolverse en si misma. Le
gustaría arrugarse hasta parecer más pequeña, hasta desaparecer por completo.
Andaba y andaba sin rumbo, siguiendo las luces, alejándose de aquel hombre que
sin duda seguía dormido en la cama de la habitación 307 de aquél hotel.
A veces la Navidad
es un título que pesa en las espaldas, una obligación de fiesta sin que nadie
la haya elegido, una promesa que uno no puede cumplir.
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