Encuentros casuales

En aquél entonces vivía en la calle San Blas. Estaba muy bien porque tenía dos supermercados muy cerca y como no, el mercado central de Zaragoza justo al lado. Además podía ir a todas partes andando, el río estaba a menos de 5 minutos y el lugar más lejano que a menudo visitaba era el parque grande. Casi podía ver una de las torres del Pilar desde mi ventana, bueno tenía que asomarme un poco pero conseguía verla. Lo que es seguro es que se escuchaba perfectamente el himno de la basilica del Pilar tres veces al día. Eso si, después de un tiempo ni lo notaba...
Ya llevaba en aquel piso -de un dormitorio, más salón con cocina americana- casi un año cuando una compañera mía me pidió que le acompañara para ver unos pisos de una agencia. Pensaba en separarse y buscaba algo pequeño pero cerca de nuestro trabajo. Yo tenía la tarde libre así que acepté acompañarla. Vimos dos pisos por la zona de casco viejo y uno en el Paseo Echegaray. El que se encontraba más cerca del mio, casi enfrente del bar Bacharach me pareció muy viejo y cargado y no pude imaginar ningún ser vivo allí. Pero en los otros dos, si. Mientras el de la inmobiliaria explicaba a mi amiga de metros cuadrados y recibos de luz yo me metía en una habitación y soñaba como sería la vida si durmiera allí. Luego entraba en la cocina y actuaba como si fuera una ama de casa que preparaba comida para los niños y les esperaba volver del cole. El piso tenía un aire de mujer infeliz que espera a alguien y yo solo tenía que tomar este rol por unos minutos. En el piso del Paseo Echegaray me hice una diseñadora gráfica que también mantenía allí su despacho. Cuando sus ojos se cansaban se levantaba y miraba hacia el rio. Ya que era un piso alto la vista era lo mejor, aunque a veces tropezabas con algún que otro edificio feo al otro lado del Ebro. Nos fuimos cuando ya se hacía de noche y mi amiga parecía indecisa. Creo que estaba dudando entre el piso de Echegaray o quedarse con su novio. No me comentó nada el otro día en el trabajo. Dejé que pasaran unos días y una tarde llamé yo misma a una agencia inmobiliaria para mirar pisos de alquiler. Y luego llamé a otra. No quería dejar mi piso, me gustaba y me parecía muy cómodo pero había algo en todo el proceso de buscar piso que me fascinaba. Era como tener sexo con alguien que no conoces y que no vas a volver a ver. Por un rato te imaginas con el, como sería tu vida a su lado, que tipo de bromas haría antes de acostarse por la noche. Como sería un día al volver del trabajo enfadado. Pero hasta allí. No tendrías que casarte con el. Ni verle todos los días. Era como un vislumbre de una posible vida. Y luego otra. Y otra. Entraba por un rato en un piso y toda una vida se abría delante de mi. En un piso veía amigos invitados a cenar y luego jugando al trivial persuit en el salón. En otro, niños que vuelven del instituto y se cierran en su habitación sin hablar toda la tarde. Eso no me gustaba, de allí quería salir lo antes posible. En un piso me hice pija con un armario lleno de zapatos. En otro me hice dependienta con un novio enganchado al fútbol. Y todos sus amigos festejando cada vez que ganaba el Barça. Era algo como ser actor. Pero sin serlo. Luego volvías a tu propia casa y podrías ser otra vez tu. Con todo lo que eso conlleva.



Un día, después de tiempo, me llamaron de una agencia y me dijeron que habían encontrado lo que buscaba. Yo ya tenía olvidada  la historia que decía a cada agencia. Les pregunté más información y me aseguraron que lo mejor sería ir a verlo enseguida. Este tipo de pisos no se quedan vacíos por mucho tiempo. Eso me dijeron. Y yo con la excitación que me sentía cada vez que entraba en una vida que no era mía, acepté. Por última vez, pensé. Como con un hombre que sabes que no es para ti pero aceptas una sola cita con el. El piso estaba en una esquina de San Vicente de Paul, en una planta alta mirando hacia la Magdalena. Era un ático con balcón, con un dormitorio y otra habitación que servía de despacho. La cocina pequeña pero funcional. El salón con librerías para llenarlas de libros hasta arriba. Además tenía dos sillones justo al lado de los ventanales desde los que casi se podía ver todo el casco viejo. Y las torres del Pilar. Allí se podría pasar toda la tarde leyendo sin perder la vista de la ciudad. Allí me vi sin la necesidad de salir o de esperar que alguien entrara. Allí me vi completa. Y así algo que empezó como encuentro casual con mis posibles otras vidas pasó de ser mi vida como la quería. Y desde entonces aquí estoy.
 
 
 

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